No me acuerdo de la primera vez que pasé por delante. Pero sí de la primera vez que fui con Steph. Era una tarde de verano, casi hora de cenar y, aunque suene cursi, era nuestra primera cita. Habíamos quedado frente el quiosco de la lotería del Passeig del Born. Él no conocía mucho el barrio, así que tenía que tomar las riendas de la decisión. Como no sabía si nuestro encuentro tendría éxito o me moriría de aburrimiento, preferí no comprometerme a una cena de dos horas en un restaurante. Y así fue como terminamos en L’Ametller. No es el típico lugar para una cena romántica. Es íntimo, sí: en su interior tiene cuatro mesas contadas y fuera, en su boceto de terraza, otra mesa solitaria (mi favorita). Pero aunque mi percepción selectiva suele obviar esta información cuando estoy allí, tengo que reconocer que el local no es un ejemplo de higiene. Huele a tabaco, a gato y, en general, a rancio. Es como un museo de estos añejos y polvorientos donde ya nadie entra, donde ya nadie aprovecha la oportunidad de descubrir las impensables historias escondidas en cada rincón.
Los paseantes –normalmente guiris perdidos en busca del Museo Picasso– lo miran curiosos desde fuera; pero después de invertir unos diez segundos de media en intentar comprender el lugar, fruncen el ceño (los más sensibles sonríen) y se van. Pensándolo bien, más que un museo L’Ametller es la antesala de un cementerio. Un pre-camposanto donde cuadros, cartas, periódicos, latas, licores, botellas, papeles, colillas, melodías, lámparas, libros, un gato, Marcel y demás trastos viejos, cinematográficamente iluminados por una luz tenue, han encontrado cobijo mientras esperan su hora.
Marcel, unos sesenta y pico años, complexión delgada y movimientos artríticos, formaba parte de la bohemia artística barcelonesa durante los años sesenta, setenta. Era (es) gay y pintor. Su difunto novio, pastelero, compró aquella bombonería que cambió de cara con la muerte del amante y el paso del tiempo.

En el barrio dicen que Marcel era un pintor reconocido (también dicen que ahora se pasa el día bebiendo, aunque yo siempre que lo veo está fumando y haciendo crucigramas). Las paredes de la tienda están empapeladas con sus cuadros, mayormente paisajes de Cataluña y en concreto de la Barcelona de tiempos pasados. En una esquina de la sala duerme una carta enmarcada. Podría ser una factura de Telefónica sin pagar. Pero es una carta firmada por el mismísimo Rey de España, en agradecimiento a un cuadro de Marcel que un amigo suyo envió a escondidas al monarca, ya que –no podía ser de otra manera– Marcel es republicano. El cuadro en sí era una ofensa a la monarquía, pero el Rey (ya sea por educación o por ignorancia) respondió con un “Gracias” que ha sobrevivido a los años y al polvo, enmarcado frente a una piedra de sal (a la cual, por si no lo sabías, se atribuye la propiedad de ahuyentar los malos espíritus).
A parte de esta historia real seguramente aliñada con el tiempo, esa tarde Marcel también nos explicó cómo era el Borne cuando él era joven y se quejó de cómo ha cambiado. Se quejó de las franquicias multinacionales que están comiéndose el pequeño comercio. Se quejó del Mercat, inutilizado durante años por unas obras interminables. Y vomitó todos sus conocimientos infinitos sobre el barrio, mientras daba caladas a un cigarro que le provocaba intermitentemente una tos de perro bastante desagradable y más aguda a medida que pasaban los minutos. En ese momento me di cuenta de que ese hombre estaba solo. No tenía ansiedad; a esas alturas había más que asumido la soledad. Pero cada poro de su piel desprendía una especie de sosiego algo triste y perturbador. Esa especie de calma que transmiten los objetos inertes que una vez fueron animados. Marcel necesitaba alguien que pensara en él de vez en cuando. Por lo que me propuse pasar un ratito cada semana a charlar con él. Sentía una afinidad especial por ese viejito con cara de gruñón y fondo de mazapán.
Esa noche Marcel cerró el chiringuito a las once y nos llevó, a nosotros y a una pareja de americanos (de los que hicimos las veces de traductores, ya que Marcel, obviamente, no habla inglés), a otro local. Allí bebimos unas cuantas cervezas y jugamos una partida a los dardos, mientras los americanos nos explicaban su vida, Steph y yo intercambiábamos miradas de complicidad y Marcel bebía su cubata en la barra. Esa noche terminé en la cama con Steph. No explicaré los detalles pero valió la pena. De eso hace ya más de seis meses. Lo mío con Steph terminó hace mucho ya. Y no he vuelto a visitar a Marcel. Pero si él nunca lee esto me gustaría disculparme por haber sido tan sincera y confesarle que siempre que veo un gato, un viejo, un fumador, un artista, un crucigrama o escucho música clásica pienso (y pensaré) en él.
fotos de Mawashi Geri