el ingenioso quiosquero Pancho Sanza

Ocho metros cuadrados de azúcar y un macho ibérico. Ole. Eso es en esencia el Quiosco Sanza, de los Sanza de toda la vida en la madrileña localidad periférica de Alcalá de Henares. Pero ¿qué hace un hombre tan hombre en un sitio tan dulce? La respuesta se esconde detrás de las arrugas que marcan su frente: recordar, eso hace.



Pancho fue el pequeño de una familia de cinco hermanos. Y así se quedó. “Pequeño grandullón”, lo llama con afecto la mujer que fue capaz de traerlo al mundo. Detrás de su pelo-lobo, barriga cervecera comprimida por camiseta de tirantes y mirada de tipo duro, Pancho Sanza intenta disimular un accidente, cuyo único recuerdo que le queda es una cicatriz en el mentón, un caminar asimétrico y un cerebro algo destartalado. Pancho es un buen tipo. Sólo que desde el choque con la moto, cuando tenía 17 años, sufre una especie rara de amnesia que únicamente le permite recordar cosas de su infancia y pequeños detalles a corto plazo, como el cambio que tiene que devolver o el número de globos de agua que le acaban de pedir. No puede recordar el precio de las edulcoradas mercancías que lleva más de una década vendiendo; aunque eso no es un problema porque todo está marcado. No se acuerda tampoco del nombre de los clientes, pero cada vez que alguien entra en la tienda él hace como si lo conociera de toda la vida. Dentro de su diminuto puesto de chuches Pancho se siente más o menos seguro. Lo tiene todo bajo control; es atento, meticuloso y ordenado, y no admite ni un gramo de azar (¡no veas la que le montó a su padre el día que cambió de sitio las bolsas de Ruffles al jamón por las Cheese Xtreme!). Su radio siempre marca la misma emisora: Kiss FM. Los refrescos encima de la mesa siempre están alineados en el mismo orden elegido de forma totalmente arbitraria: Coca-cola, zumos, agua, Red Bull, Fanta, gaseosa. Los chicles de menta, encima de los de fresa. Las nubes, frente a los pica-picas. Los Cheetos, justo al lado de los ganchitos. Los Calippos, dos Magnums más hacia la derecha en el congelador. Y cuando algún cliente amable le hace la pregunta de rigor: “¿Todo bien por aquí?”, Pancho Sanza siempre relata alguna anécdota de su niñez que no viene a cuento. “Bien, señor. Aunque no tanto como cuando tenía siete años y jugábamos con mis hermanos al pilla-pilla y…”. Una sonrisa traviesa deforma su cara cada vez que da vida a uno de sus recuerdos de cuando era chico. Una sonrisa de absoluta felicidad, de excitación, como si lo estuviera viviendo en ese mismo instante, como si frente a él aún pudiera ver a sus hermanos de nueve, diez, once y doce años –el hermano que hubiera tenido ocho nunca fue fecundado, ya que ese año el padre se tomó un respiro de su mujer, con otra, y digamos que Pancho fue un “despiste de reencuentro fogoso después de riña”, que unió otra vez lo que el matrimonio había separado. De la otra mujer (“la pelandusca”, la llaman sus hermanos), sólo se sabe que una vez al año va a la tienda y compra un cono entero de nubes, habla lo mínimo y deja un sobre para su padre (“¿Cómo puedes ser feliz?”, dice la nota en su interior), que éste tira a la basura, año tras año.


En las horas muertas, Pancho resucita en otra vida. Mira a su alrededor de colores fosforito, mira la luz blanca y espasmódica que hay en el techo. Aspira el olor a golosina, a conservantes y a colorantes. Come patatas de bolsa, Doritos. Se sube los pantalones, se pone por dentro la camiseta. Se sienta en su silla de plástico. Se limpia el espacio entre las uñas y la carne de cada dedo. Se saca los zapatos. Y viaja hasta su Jardín de las Delicias particular en versión guardería, lleno de niños saltando y gritando sonrientes y hecho de chucherías. Allí le esperan todos sus amigos de la escuela primaria (solía ser un niño muy sociable), todos sus juguetes (Pinypones y Scalextric incluidos), sus hermanos, su madre (sola) y su perrito Rucio. Juega a la peonza, al escondite, a tocar el culo a las niñas de su clase, a buscar y a esconder tesoros, a espías; juega y ríe, come chuches, deja que su madre lo mime, gana un partido de fútbol, descubre asesinos en serie y a una niña tirándose un pedo, intercambia cromos, se mofa de los adultos y de sus problemas, toca los timbres de un bloque de pisos junto a sus hermanos y corre, corre, no puede parar, y ríe, ríe… hasta que la puerta se abre. Otro cliente. “Una vez tocamos los timbres de un bloque de pisos. Todos de golpe. Escaleras A y B. Ocho plantas. Era en la calle…” Y así todo el día. Juegos. Ventas. Risas. Ventas. Y así todo el tiempo. Juegos. Ventas. Risas. Ventas. Juegos. Ventas. Risas. Sobre. El Sobre, otro año más, aunque la mujer sabe perfectamente que para él es como el primero. Ella entra, compra su cono de nubes azucaradas, deja el sobre encima del mostrador. “Dáselo a tu padre, por favor”. Y se dirige hacia la salida. Pero en esta ocasión, Pancho no se contiene: “Señora,” –la vieja se gira– “la felicidad consiste en tener buena salud y mala memoria”, le suelta. Ella lo mira de arriba abajo, con ojos de lagarto, y se va, murmurando una frase incomprensible. Pancho sonríe, y vuelve a convertirse en el niño de siete años que solía ser feliz. Y lo consigue.

Fotos de Mawashi Geri


*Todo lo que aquí se relata es pura ciencia ficción. Si caminando por la calle te cruzas con este hombre, borra de tu mente todo lo que crees haber leído.