los hombres caídos

Nueve y media de la mañana. El cenicero quedó aplastado. La camarera, enfadada. “¿Quién va a pagar esto ahora?”. El hombre, también enfadado y con un chichón en la cabeza. “Ojalá no hubieras dicho ese gracias”.
Estaba yo tan tranquila tomando un té con leche en una terraza en Junction Road. Un hombre con pinta de no haberse cambiado de ropa durante dos meses se acerca. Me pide dinero. No le contesto, pero mi cabeza se mueve instintivamente hacia los lados como diciendo: “Vete, vete”. El hombre gira ciento ochenta grados y se dirige hacia la mesa de al lado. Una mujer que se acaba de hacer las uñas en la tienda de nail art de la esquina le da unas monedas. Él se va sin decir ni mú, en dirección a la entrada del café. “Gracias”, dice la mujer en tono de reproche. El hombre se gira para contestarle, tropieza con la escalera y se cae encima del cenicero de la entrada, a dos centímetros de mis pies, con enorme estruendo. Castigo divino. “¿Estás bien?”, pregunto. “Mierda. Me duele la cabeza”. Unos chicos le ayudan a levantarse. La camarera sale del café y le grita, disgustada porque ahora tendrá que comprar un nuevo cenicero. El hombre se va refunfuñando y haciendo eses. “Ojalá no hubieras dicho ese gracias”. Culpar el resto de nuestras desgracias siempre es más fácil.
Ésta fue la primera caída que recuerdo. La siguiente fue en el Edimboro Castle, un pub, de Parkway Road. Estaba yo con unos amigos gays y de repente un chico rechoncho cayó al suelo en cámara lenta. Dio un paso hacia delante con el pie derecho. Cruzó su pie izquierdo. Dio dos o tres pasitos más descompasados y cayó, –eso sí– sin verter ni un mililitro de su cerveza, barriga apuntando al suelo y el canalillo de su culo al cielo. Aún estaba aturdida por semejante espectáculo, cuando escuché a mis amigos poniendo precio a su enorme culo...
Después de dos meses en Londres, ya he perdido la cuenta. Las caídas fortuitas se suceden una tras otra. Me persiguen. En el metro de camino al curro, de noche en una warehouse, en el parque… ¿Qué pasa en este país? ¿Tienen los ingleses una tendencia inexplicable a perder el equilibrio? ¿Hay alguna fuerza gravitatoria que les atrae? ¿O quizás será la misma conjunción metereológica imprevisible que les hace vestir con el mejor mal gusto posible? Otra teoría que tengo es que es un efecto secundario de la gripe porcina (de la cual, por cierto, ya venden un peluche en la tienda Cyberdog de Camden Town, por si quieres llevarte la infección de souvenir). Los ingleses son raros. En el supermercado no hay aceitunas rellenas y en el pub te dan chicharrones con la birra. Cada casa tiene siempre un ratón, y ventanas sin persianas para facilitar el trabajo a los voyeurs. Las farmacias revelan fotos en veinticuatro horas, pero las farmacias veinticuatro horas son una especie en extinción. Puedes comprar diez alitas de pollo por tres libras o ir a diez clases de yoga por doce (pero un viaje en metro sin la tarjeta ostra vale cuatro libras). Como pasa en todas las grandes ciudades, Londres es muchos Londres distintos. Pero la mayoría de los ingleses son raros. Y aparentan más años de los que tienen. El cielo este gris que parece que va a aplastar la ciudad de un momento a otro no ayuda. Están confusos, desorientados, de y re-primidos; y por eso se refugian en la bebida y se dejan caer. Se dejan caer por si en una de esas caídas el golpe es tan fuerte que les despierta, y les reubica. Se dejan caer, y esperan que el golpe les haga recuperar el brillo perdido con tanta ciudad pre-cocinada y altiva. Desde el suelo, la perspectiva es distinta.