Si estás solo mejor tener un teléfono cerca. Si tienes alguien a tu lado agárrale bien fuerte de la mano y rescata del armario esa manta llena de polvo para taparte los ojos cuando no puedas leer más. Porque voy a explicarte la historia de miedo más espeluznante que tu mente pueda sospechar. No es una historia de hombres lobo hambrientos de hamburguesas humanas, ni de vampiros sedientos de vida eterna color ketchup, ni de asquerosos zombies de papel de váter. Esta es la terrible historia de un cuchillo que tenía miedo a la sangre. Sólo podía cortar hortalizas, frutas y demás alimentos que no sangraran. Se mareaba sólo imaginarlo, no lo podía soportar. Las niñas de su colegio le llamaban “maricuchilla” y para sus padres era la deshonra de la familia. ¿Dónde se había visto un cuchillo sólo para vegetarianos? ¡Que vergüenza! Tal era su frustración, que decidió suicidarse, por el honor de su familia. Había varias opciones: una dejarse caer en las hélices cortantes del lavavajillas, otra encerrarse en el microondas encendido hasta reventar, pero al final pensó que lo más fácil sería tomarse unos cuantos chutes de Mistol; así se ahorraría ver sangre antes soltar el último suspiro. Tomada la decisión, se fue hacía Mistol y le pidió si, por favor, podría pasarle un poco de ese denso tóxico de color verde. Mistol accedió, pero cuando iba a subministrarle el veneno mortal, tropezó y sin querer, empujó Cuchillo hacia el borde del estante. Cuchillo perdió el equilibrio. No cayó de muy arriba. No se partió por el golpe. Cuchillo murió de pánico, con los ojos abiertos y gritando, clavado –a modo de monumento funerario- en una tumba-bistec de ternera y rodeado de sangre.