En mi otra vida era tenedor, tenedor de comedor de escuela de primaria. La experiencia fue divertida unas veces y desagradable las otras. Me vomitaron encima, me utilizaron para sacar mocos de narices pegajosas, también hice las veces de catapulta para tirar migajas de pan al de enfrente y serví de herramienta punzante para provocar eternas pataletas. Pero, sin duda, el niño que me marcó más en mi vida anterior fue Teo. Teo tenía 4 años y era monísimo. Ojos azules y grandes como un muñeco de cómic japonés, culo inflado por el pañal (ya que prefería mearse encima antes de que los profes le miraran la pilila) y cabellos de pan de ángel. Sus manos eran finas y delicadas como la lechuga o el salmón ahumado. Me encantaba estar abrigadito por sus dedos. Era un niño curioso y callado pero lo que más me sorprendía es que comía por colores. No comía ni marrón ni rojo. Y el resto de colores tampoco le entusiasmaban, prefería el blanco. Nunca había probado el chocolate ni los macarrones con tomate; y los colores chillones de los caramelos le provocaban náuseas (media infancia perdida). Los encargados del comedor escolar, por aburrimiento, le permitían la marranería alimentándolo de arroz blanco y pera pelada, aunque siempre era yo el que tenía que apartar los trocitos verdes que quedaban. El rojo le provocaba picores, el marrón le recordaba a su caca, el amarillo le ponía nervioso, el negro le asustaba y el verde decía que era comida de vacas. No sé qué fue de él porque al año siguiente cambió de escuela y yo decidí cambiar de vida en la central de reciclaje de metales y venirme este bar… No sé si su gusto por los colores ha variado. ¡Quizás ahora sea pintor! La verdad es que me lo imagino estirado en una cama blanca en pijama blanco entre blancas paredes. En su mano tiene un libro de portada blanca, sin título. Lo abre y, contrariamente a la lógica de esta historia, las páginas no están en blanco. Lo abre; y empieza a leer un cuento sobre un niño sibarita que come según la tonalidad cromática.