Gabriela me limpiaba con ternura, me masajeaba con la espuma. Como se comía las uñas, nunca me arañaba. Además tenía un sentido del tacto especialmente desarrollado. Podría haber sido quiropráctica o modista. Pero era ciega; peruana y ciega. Las yemas de sus dedos eran la extensión de sus ojos, graduación de su mirada. Las deslizaba por todo mi cuerpo y a mi me daba escalofríos, hubiera gemido de placer si no fuera porque no tengo boca. No era tonta; pero muy lista tampoco. Y como no veía nada, su torpeza se multiplicaba. Recién llegada, en búsqueda de un paraíso inexistente, de ese país cuya capital memoricé gracias al Calippo-Lima que siempre pedía el hijo de mi ex(propietario), Gabriela no paraba de quejarse. Cuando estaba sola, remugaba en voz alta, como si supiera que yo y el resto de platos podíamos escucharla. Decía que aquí todo le resultaba extraño y que había algo en el jabón, en el sonido de las gotas repicar en el mármol o en la temperatura del agua, algo, que la hacía sentir incómoda. Se pasó semanas así, huraña, sin pedir explicaciones a nadie, hasta que un día, mientras intentaba eliminar unos restos de espaguetis de mi cerámica de imitación made in China, se le hizo la luz. “Ya está. ¿Cómo no me di cuenta antes? Malditos, esto se pasa de la raya. ¿Por qué todo está al revés? ¡El agua del desagüe gira hacia el otro lado!” Suspiró con firmeza y se autodespidió. ¿Cómo sabía Gabriela cuál era el otro lado? ¿Era su discapacidad o la incultura, quién no dejaba ver a la mejor lavaplantos del hemisferio norte que todo depende del punto de vista?